No sé
a ciencia cierta si era muy pronto, o muy tarde. Si caía la noche, o despuntaba
el alba. Las primeras luces del amanecer de un día de verano iban vistiendo
suavemente la playa mientras las estrellas, que tantas veces habíamos contado aquella
noche, desaparecían poco a poco.
Tú estabas radiante, preciosa. Perfecta. Los tímidos rayos de sol se bañaban plácidamente en tus mejillas y en tus ojos dormidos. Mientras tú, perdida en un sueño, sonreías. Quizás pensando en el resto del mundo, en esas tonterías sin importancia que son la salsa de la vida. O tal vez en nosotros, en todas aquellas cosas que no se dicen y, sin embargo, somos capaces de entender con un simple gesto.
Entonces, abriste los ojos y me miraste. Mantuve en mi retina unos segundos ese momento mágico en el que tus ojos sonreían, hablando de todo y de nada al mismo tiempo. Recuerdo que estaba nervioso, y deseé que ese instante fuese eterno. Pero tras unos segundos, apartamos la mirada y empezamos a reír sin saber muy bien por qué.
Y, de repente, tu mano estaba cogida de la mía. Nos volvimos a mirar, deteniendo el tiempo. Entonces te pusiste muy seria y dijiste algo. Pero yo ya no escuchaba. Mis cinco sentidos se concentraban en ver cómo nos aproximábamos, derribando muros a cámara lenta, congelando el tiempo en una hermosa fotografía. Y por un instante, apagamos nuestros ojos y nos olvidamos de las palabras.
Después de tanto tiempo, ya no recuerdo qué fue primero: si mi mano en tu cintura y tu cabeza sobre mi hombro, o ese torpe y delicado baile que fueron nuestros primeros besos, tímidos e inciertos. Pero muchas veces vuelvo a aquella playa, donde aún resuena el eco infinito de tu recuerdo. Cuando nadie mira, escribo tu nombre en la arena. Me gusta ver cómo, poco a poco, va desapareciendo. Si lo piensas, se parece mucho a nosotros. Y es que los recuerdos nunca mueren si podemos mantenerlos vivos de vez en cuando. Aunque se los lleve el viento. Y, solo por eso, sonrío.
Tú estabas radiante, preciosa. Perfecta. Los tímidos rayos de sol se bañaban plácidamente en tus mejillas y en tus ojos dormidos. Mientras tú, perdida en un sueño, sonreías. Quizás pensando en el resto del mundo, en esas tonterías sin importancia que son la salsa de la vida. O tal vez en nosotros, en todas aquellas cosas que no se dicen y, sin embargo, somos capaces de entender con un simple gesto.
Entonces, abriste los ojos y me miraste. Mantuve en mi retina unos segundos ese momento mágico en el que tus ojos sonreían, hablando de todo y de nada al mismo tiempo. Recuerdo que estaba nervioso, y deseé que ese instante fuese eterno. Pero tras unos segundos, apartamos la mirada y empezamos a reír sin saber muy bien por qué.
Y, de repente, tu mano estaba cogida de la mía. Nos volvimos a mirar, deteniendo el tiempo. Entonces te pusiste muy seria y dijiste algo. Pero yo ya no escuchaba. Mis cinco sentidos se concentraban en ver cómo nos aproximábamos, derribando muros a cámara lenta, congelando el tiempo en una hermosa fotografía. Y por un instante, apagamos nuestros ojos y nos olvidamos de las palabras.
Después de tanto tiempo, ya no recuerdo qué fue primero: si mi mano en tu cintura y tu cabeza sobre mi hombro, o ese torpe y delicado baile que fueron nuestros primeros besos, tímidos e inciertos. Pero muchas veces vuelvo a aquella playa, donde aún resuena el eco infinito de tu recuerdo. Cuando nadie mira, escribo tu nombre en la arena. Me gusta ver cómo, poco a poco, va desapareciendo. Si lo piensas, se parece mucho a nosotros. Y es que los recuerdos nunca mueren si podemos mantenerlos vivos de vez en cuando. Aunque se los lleve el viento. Y, solo por eso, sonrío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario