lunes, 7 de octubre de 2013

Crazy.

Ella me esperaba en la calle, en el banco de siempre. Como de costumbre, antes de llegar empecé a caminar más lentamente para admirarla de lejos: vestía de manera sencilla, pero esa tarde estaba especialmente radiante, como sus ojos. Me dedicó su sonrisa más dulce, y en ese momento se oyó un "crac", y fue como si todo el hielo del mundo se quebrase a la vez, aunque creo que esto último solo lo sentí yo.

Nos damos dos besos y empezamos a hablar de nuestras vidas, pero hace ya rato que no estoy en este mundo y apenas puedo entender lo que me quiere decir. Estoy demasiado ocupado memorizando cada uno de sus rasgos y ahogándome en la inmensidad de sus ojos (¿os he dicho ya lo preciosos que son?). Tengo miedo de no poder recordar esa sonrisa que tanto se empeña en esconder, aunque sé bien que jamás podré olvidarla, y eso, con el tiempo, terminará doliéndome demasiado.

Tomamos algo en una cafetería del centro de la ciudad. La tarde se nos pasa deprisa, las horas vuelan, y me quedo con la sensación de que todo es un poco igual contigo: que todo pasa demasiado rápido y tengo miedo de que nos quememos antes de hora. De fondo suena Crazy, de Aerosmith, y me gustaría poder cantártela al oído mientras me pides que me quede para siempre. Pero eso sería la perfección, y al novelista que escribió sobre mí no le debían gustar los finales felices, así que la vida me devuelve de golpe a la realidad y llega la hora de decirte adiós. Nos prometemos volver a vernos muy pronto, pero yo quiero que muy pronto sea ahora mismo y que volver a vernos sea para no perderte jamás.

Queda un largo camino hasta casa, así que me pongo los cascos y, benditas casualidades de la vida, vuelve a sonar esa canción. “…that kind of loving turns a man into a slave”. Y me siento como el color azul.




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