jueves, 17 de octubre de 2013

Disparos

Sucedió en una noche de otoño.

No recuerdo mucho de lo que pasó después del tiroteo. Pudiste haber muerto al instante, pero no: la pistola estaba en tus manos; y cuando quise darme cuenta, mi corazón estaba lleno de agujeros. Disparaste primero, silenciosa y precisa. ¿Cuántas veces lo habrías hecho antes? Todavía salía humo del cañón cuando te giraste sin decirme adiós. Y, mientras agonizaba en medio de la calle, intenté decirte: “vuelve”. Pero no pude decir nada. Se me deshacían las palabras en la garganta, sin poder hacer mucho más que gritar en silencio. Supongo que cuando te estás rompiendo en pedazos no te apetece hablar demasiado. Lo único que quieres es que pase el tiempo, y que pase muy rápido.

¿Y sabéis qué? Aquel día no me morí del todo. Parece que la vida quiso que aprendiese a curarme las heridas: a dejar de vivir y empezar a sobrevivir, aunque con el tiempo me estoy dando cuenta de que esto tampoco se me da precisamente bien. Y es curioso, pero lo que realmente aprendí esa noche es que no puedes pretender ganar una batalla y dejarte las armas en casa. Aunque tu única arma sea el amor. Porque cuando todo está oscuro, hasta los silencios te apuñalan por la espalda, y entonces vuelves a sangrar. Ya lo veis, casi pagué la novatada con mi vida, a pesar de que sin ella tampoco merecía la pena. Y mucho me temo que seguiré tropezando demasiadas veces con la misma piedra.

Qué le vamos a hacer. Hay días en los que te sientes más humano que de costumbre. Y es como sentirse vivo de nuevo.

1 comentario: