¿Qué
te voy a contar que no sepas ya? Que nos equivocamos, cariño. Que el orgullo
nos hizo fuertes, pero no felices. Y al final eso nos mató. Mejor dicho, me
mató. Y desde entonces la vida ha sido como morir demasiadas veces: un poquito
cada noche, un poquito cada mañana. Demasiados "game over",
demasiados "try again" que, lejos de ser segundas oportunidades, eran
como invitaciones a romperme otra vez, a seguir apostándolo todo al color
equivocado. Ya he perdido la cuenta de los domingos que he malgastado mirando
al techo mientras va oscureciendo, a ver si alguna vez apareces de nuevo por mi casa, o por mi vida, y jugamos a que
somos felices otra vez. Nos burlaremos del pasado, sonreiremos como siempre y
nos besaremos como nunca. Entonces yo cerraré los ojos y te abrazaré fuerte,
por si se te ocurre desaparecer, de nuevo, para no volver.
Pero eso ya no pasará, ya no; y parece que
tendré que aprender a enamorarme más despacio y a olvidar más deprisa ahora que
se acerca de nuevo el invierno, aunque nunca haya llegado a irse del todo:
realmente, aquí nunca dejó de llover. ¿Por qué la vida no trae tutoriales?
Vivir es fácil; sobrevivir, no tanto. Siempre creí que algún día, de alguna
forma, vendrías a salvarme de mí mismo. O de ti.
Pero ya no. Hasta la esperanza, que dicen que es lo último que se pierde,
parece que prefiere mirar hacia otro lado. No sé, pero creo que estoy condenado a recordarte y
a escribirte algo de vez en cuando, a pesar de que nunca vayas a leer esto. Y
la verdad, quizás sea mejor así.
No hay comentarios:
Publicar un comentario