Ella
llegó en noviembre, cuando ya nadie la esperaba. Y con ella, el otoño volvió a
vestir las calles grises con sus mejores colores, y hasta los atardeceres
volvieron a ser casi tan mágicos como aquellas imágenes que aún permanecen,
borrosas, en mi memoria. Podría deciros miles de cosas sobre ella: por ejemplo,
no tenía los ojos más bonitos del mundo, pero cada vez que me miraba me hacía
sentir como en casa. Tampoco tenía una sonrisa perfecta, pero por sí sola era capaz
de poner un poco de luz hasta en esos días en los que llovía más fuerte. No sé,
al final te das cuenta de que son esos pequeños detalles los que marcan la
diferencia. Es una sensación especial: cuando te han roto tantas veces, se
parece bastante a esos tiempos en los que todavía estás entero y no piensas
tanto en escapar muy lejos de aquí, a cualquier lugar donde no te puedan
alcanzar las espinas de la memoria. Pero yo no pude huir, o no supe hacerlo del
todo bien. Inconscientemente, una parte de mí prefirió quedarse en la sombra,
sufriendo en silencio, aparentando por fuera que todo estaba en orden. Y las consecuencias
fueron desastrosas. Sigo escribiendo por las noches, y eso es una mala noticia. Quizás la peor de todas.
¿Qué
le vamos a hacer? Se me da terriblemente mal olvidar(te).
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