sábado, 28 de septiembre de 2013

Invierno

Nuestra felicidad era tan profunda como un océano, y nuestros problemas tan ligeros como la espuma.

Nos buscábamos a ciegas, y nos encontrábamos allí, donde nuestras manos detenían el tiempo. Donde los abrazos son eternos. Donde solo las estrellas conocían todos nuestros secretos, a pesar de que los sellábamos en el idioma de los besos.

Hablábamos de temas sin importancia, como del resto del mundo, y nos contábamos al oído cosas que, por mucho que las gritásemos, solo nosotros éramos capaces de entender. Nos mirábamos despacio, y nos amábamos deprisa. Y de tan deprisa que nos amamos, nos gastamos y nos quemamos, hasta que finalmente, nos apagamos. Donde antes prendió una llama, solo quedaron ascuas; y más tarde, cenizas que volaron con el viento, dejando a los recuerdos como únicos testigos de que ocurrió.

Y finalmente, la lluvia. Y el frío. No ese frío que se combate con mantas y agua caliente, sino un frío que nace en el corazón, que por mucho que te abrigues nunca es suficiente y solo es capaz de mitigarse con besos, abrazos y nuevas esperanzas. Pero en mi corazón llueve, y cuando llueve mucho, las esperanzas terminan pudriéndose como hojas de un libro viejo del que me veo obligado a pasar página. Y es difícil, muy difícil, pasar página cuando aún no te has cansado de leer siempre las mismas líneas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario