Esta es la historia de la chica que nunca quiso ser princesa.
Odiaba ser la antagonista de una novela cuyo argumento siempre se le volvía en
contra. Así que, leía. Se conformaba con ser mera espectadora de cualquier historia
que no fuese la suya. Se sumergía en universos de papel que convertía en
salidas de emergencia que acababan por llevarla a ninguna parte.
Renegaba de los poetas. De aquellos que le prometieron la Luna antes de dejarle el corazón lleno de heridas. Y bailaba. Se movía de puntillas con el viento al compás de una balada triste de trompeta y se agarraba a cualquier cintura que fuese capaz de adaptarse a su frecuencia.
Estaba cansada de arriesgar. De lanzar la moneda al aire y que
le partiesen la cara cada vez que salía cruz. De tener un corazón de piedra y
sentimientos de papel en un mundo lleno de tijeras.
Se derrumbaba de espaldas al mundo cuando huía de unos complejos
que solo ella era capaz de ver. Dibujaba corazones rotos en el espejo con su
barra de labios porque se había cansado de buscar príncipes y de que todos se
convirtiesen en rana. Y soñaba, en silencio, porque un día le dijeron que es
inevitable estrellarse contra el suelo cuando quieres volar por encima de las
nubes.
Y sin embargo, un día conoció a alguien capaz de mantenerle en pie cuando todo a su alrededor amenazaba con estallar en mil pedazos. Le entregó su corazón lleno de parches con la esperanza de no tener que volver nunca a recoger los trozos del suelo.
Y ese día lloró.
Y él también lloró con ella.
Y se hicieron la promesa
de que la próxima vez
que naufragasen
sería entre sus brazos.
Porque enamorarse, al fin y al cabo, es un juego de valientes. Es todo ese riesgo que corres cuando te enamoras de un desastre.
Pero cuando dos desastres se encuentran, ¿qué puede salir mal?
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