Recuerdo sus ojos: brillaban como diamantes. Eran esa clase de
ojos en los que a uno le gustaría perderse para siempre. Porque sus ojos no
tenían el color del mar, pero eran tan profundos como el propio océano.
Recuerdo cuánto me gustaba mirarlos: eran de esos que te hacen sentir
tremendamente pequeño. Es un sentimiento difícil de entender para los
escépticos que todavía no creen en el amor a primera vista.
Ha pasado el tiempo, pero en las noches como esta, aún recuerdo
sus ojos: recuerdo como chispeaban, traviesos, cada vez que la hacía reir, y lo
triste que podía hacerme sentir cuando lloraba, como si le lloviese por dentro.
Es increíble como algo tan grande, y a la vez tan pequeño, puede convertirse en
el centro de nuestro universo. No es algo que elijamos: simplemente un día
sucede, y ya está. Nadie te avisa de que ella es capaz de comerte la vida con
esa sonrisa. Nadie te recuerda ese terrible epílogo del amor en el que todo se
parece peligrosamente a esa sensación de vértigo de caer al vacío con los ojos
vendados.
Esta noche el mar me volvió a hablar de ella, y las estrellas
fugaces llevaban su nombre en su estela. Y mientras cruzaban el cielo infinito,
solo podía pensar en si, por alguna remota casualidad, ella también estaría
pensando en lo mismo que yo. Por desgracia, ya no creo en los milagros. Pero en
noches como esta, sería bonito volver a hacerlo.
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